UNAS ESCUETAS NOTAS SOBRE ELECTROGRAFÍA Y COPY-ART


José Luis Campal



La invención de la primera máquina fotocopiadora por el químico norteamericano Chester Carlson en 1938 constituyó la primera piedra del futuro edificio reprográfico, un acontecimiento que expandería las fronteras del fenómeno artístico en cuanto que medio electrostático susceptible de afianzarse, al mismo tiempo, como soporte tecnológico y como parte implicada en la organización de un proceso creativo.

 En los años 60, la funcionalidad de la fotocopiadora cambia, y a ello colaborarán, entre otras, las investigaciones desarrolladas por pioneros como la estadounidense Sonia Landy Sheridan, quien desde el Instituto de Arte de Chicago puso en marcha un ambicioso plan difusor del Copy-Art, llevando las premisas de la práctica electrográfica a los más diversos ámbitos académicos y sociales, por medio de artículos, conferencias y programas pedagógicos como el que ella denominó “Generative Systems”; Sheridan llegará incluso a prestar su colaboración cuando se fabrique la primera fotocopiadora a color.

 La denominación “electrografía” se la debemos al crítico de arte francés Christian Rigal, quien la lanzó por vez primera en 1980 desde la revista B à T. Otros términos que se manejan para referirse al mismo campo de actuación son los de: copigrafía, fotocopia de arte, reprografía, xerografía o copy-art, que ha sido uno de los de más feliz implantación entre los muchos e inquietos cultivadores.

 El arte pop primero y el movimiento mail-artista después harán uso de las posibilidades que les brinda la copigrafía. Los artistas pop, al posibilitarles la transformación de lo cotidiano sin perder contacto con la realidad más banal; y los mail-artistas, al favorecer la reproducción casi infinita de obras y documentos sin tener que recurrir a las empresas de artes gráficas; la democratización del entorno artístico, tan enconadamente perseguida por los artistas postales, veía así colmadas buena parte de sus aspiraciones, puesto que el autor se trasmutaba inmediatamente en su propio editor y distribuidor, y a la inmediatez con que el producto salía del taller y llegaba a su destinatario, se sumaba la rentabilidad económica, ya que el artista no debía realizar una tirada larga para compensar los gastos derivados de la impresión.

 La xerocopiadora adquiere entonces un valor añadido como utilísimo apéndice instrumental de las nuevas modalidades, y esto en un doble sentido: el autor se sirve de la fotocopiadora en el tramo último del proceso, el de la multiplicación de un original, pero también en los compases iniciales e intermedios del mismo, superando pronto aquélla la simple función reproductora de un material de base, ajena al proceso interno de la creación, para ocupar un puesto primigenio en las elaboraciones con sentido estético.

 Una de las losas que a la electrografía le han echado los sectores más anquilosados es, junto a la desjerarquización conceptual del Arte, la de que la automatización restaba protagonismo al artista. La apuesta realizada por la gran mayoría de poetas visuales y experimentales, que han confiado sin mayores recelos en el poder constructivo de la electrografía, no hace más que desmentir tales miedos, ya que la fotocopiadora, lejos de sustituir o ganarle parcelas al operador, lo que ha hecho, a través suyo, ha sido modificar los impulsos creativos del artista y afectar a la idea tradicional de “obra original”: ésta no existe matéricamente, y la patente del ejemplar generado, en lo que atañe a la confección, no le va a corresponder al 100% al autor en tanto que persona física, ya que la obra resultante de la interacción electrográfica abre caminos nuevos a la idea de unicidad e irrepetibilidad. Al ejecutarse, en gran parte de los casos, directamente sobre el visor de la fotocopiadora las alteraciones, deformaciones y distorsiones que van a dar lugar a la electrografía, no puede afirmarse que haya una matriz que se copia o sea susceptible de copiarse; lo más que puede llegar a manifestarse es que la primera electrografía es la que pasa a convertirse en sucedáneo de original, y eso siempre y cuando el operador no la reutilice en otras aplicaciones hasta alcanzar las metas deseadas; la manipulación electrográfica no conoce más límite que el que le imponga el operador, que aunque adapte su sistema de trabajo a las singularidades tecnológicas de las máquinas fotocopiadoras, nunca se doblega al desarrollo de éstas inconscientemente.

 El electrografista busca intervenir activamente en un procedimiento electromagnético con su presencia y voluntarismo artísticos, por lo cual su trabajo estará siempre en permanente evolución, pendiente de los modelos de xerocopiadora que salgan al mercado; la impresión en papel, por ejemplo, ha dado paso posteriormente a las transferencias en materiales textiles o metálicos.

 El electrografista quiere extraer de la conjunción del hombre y la máquina un discurso diferente que atienda fundamentalmente a las texturas y una nueva semántica visual. Hombre y máquina, como afirma António Aragão, no se manifiestan autónomamente, sino que son «dos sujetos (que) funcionan en una palpitante simbiosis como si hubieran sido reducidos a uno sólo». La máquina se pone, evidentemente, al servicio del operador, y éste se mueve en respuesta a las posibilidades de aquélla, incluso forzándolas y tensándolas.

 La electrografía fusiona las prioridades artísticas y fisiona la predeterminación y predestinación del llamado objeto de arte, a la vez que subvierte los pasos escalonados en el logro de un objetivo, sometiendo a éste y al creador al fogonazo que en cualquier momento pudiera darse.

 La intensificación del electrografismo tuvo sus primeras repercusiones de cierto eco en las grandes exposiciones colectivas que en los años 70 se llevaron a cabo y de las que fue un paradigma la titulada Electroworks, realizada en 1979 en el Museo Internacional de Fotografía de Rochester (EE.UU.). El sucesivo interés despertado motivó en los años 80 que se hicieran largometrajes y documentales sobre la electrografía, como fue el caso de los trabajos en vídeo y para televisión de Philippe Dodet y Jacques Chavigny, presentados en el marco de una destacada exposición, la más completa ofrecida hasta entonces en Europa, que se desarrolló en Dijon (Francia) en 1984. Otro paso más adelante, consecuencia de la abundantísima producción, fue la constitución de archivos y museos consagrados al almacenaje y conservación de las numerosísimas piezas electrográficas, como el Centre de Copy-Art, creado en Montreal (Canadá) por Jacques Charbonneau, o el Museo Internacional de Electrografía, radicado en Cuenca.

 Un país caracterizado, en las últimas décadas, por una cuidada y reflexiva dedicación de sus artistas a la electrografía ha sido Portugal, de donde han surgido algunas personalidades muy fuertes como: António Aragão, António Dantas, António Nélos, Abilio José Santos, José Belem, Alberto Pimenta, José Oliveira o César Figueiredo.